LA BELLEZA ES UN CAMPO MINADO

La página intentará reflejar opniones y entrevistas a personalidades de nuestra época. Les agradezco su visita.

Nombre: Sergio Kisielewsky
Ubicación: Capital Federal, Buenos Aires, Argentina

Sergio Kisielewsky nació en Buenos Aires en 1957. Integró el Taller Literario Mario J. De Lellis y la Revista Mascaró. Publicó los libros de poemas Algo de la época, Memoria caníbal, Corazón negro, Electrificar Rusia y La belleza es un campo minado. Es periodista.

12/10/2012


El rápido a Zárate

El 8 de abril el escritor Humberto Cacho Costantini.
Cumpliría 88 años *

Por Sergio Kisielewsky

En la época en que no podía fumar en casa, iba hasta el kiosco en Argerich
y Obispo San Alberto y compraba los Particulares 30 marquilla verde. Así
enfilaba hasta la estación de trenes de Villa Pueyrredón. Uno de esos días
llovió con más fuerza que nunca, era una garúa finita que caía en forma
oblicua sobre los rieles y los techos inclinados de las losas marrones. Era
mi lugar en el mundo preferido para fumar y aunque papá sabía, no le
gustaba que lo haga en su presencia. Llegué y me acomodé en un banco
muy cerca de la boletería donde empezaba el túnel que unía ambos
andenes, el que iba a Retiro y el que iba en dirección a José León Suárez.
Los vagones de las formaciones eran de color marrón y los guardas se
vestían en ese entonces con gorra y traje gris. Era el invierno del año 1976
y en la estación paraba el rápido que iba a Zárate. Estaba contento entre el
humo y el día lluvioso cuando de pronto los vi entrar. Eran como una
aparición en el andén desierto. Un hombre alto sostenía con su mano
derecha una valija y junto a él una mujer tan bella que dejé de fumar al
instante, me cortó la respiración su elegancia, el corte de su pelo negro a
navaja, su impermeable brilloso y transparente, un abrigo apto para la
lluvia y para el deseo. Era muy alta y esbelta y tenía las solapas levantadas
lo que le daba un aire misterioso, fatal e inconcluso. Los dos miraban a
ambos lados de las vías pero ningún tren se asomó. El hombre tenía las
patillas muy recortadas y prolijas y ahí fue cuando lo reconocí, era
Humberto “Cacho” Costantini y su mujer que esperaban el rápido a Zárate.
Desde hacía un tiempo que papá me contaba que iba a su casa en la calle
Gabriela Mistral a conversar con Cacho sobre libros y también de política.
Cuando llegaba me contaba que había estado con el escritor del barrio. Lo
decía con orgullo, me daba la lista de las obras que le había recomendado
y a las pocas semanas ya estaban en nuestra biblioteca. En la estación la

lluvia comenzó a sentirse con más fuerza y creo que en un momento Cacho
giró la cabeza y vio al pibe que fumaba a escondidas y no sé si alcanzó
a sonreír pues yo estaba muy ocupado en observar los movimientos de
la mujer que consistían en sólo girar su cabeza a ambas direcciones sin
caminar por el andén, estaba tan quieta en su elegancia que parada sobre
sus botas negras asustaba. Cacho no soltó la valija en ningún momento y
tapando con una mano el encendedor prendió con destreza un cigarrillo
y se quedó mirando la lluvia, la niebla infernal y los techos oblicuos que
parecían desmoronarse hacia los rieles. Los dos se miraban como lo hacen
los enamorados y los combatientes en situación de amor y peligro. Se
miraban desde la altura de jugadores de básquet de que ambos tenían y
así el vínculo entre ellos me pareció más estrecho, más voraz, mirándose
se decían algo que no comprendí. Años después me enteré que se estaban
escapando de la represión en el país y luego emigraron a México. Yo era
un testigo “privilegiado” y pese a mi habitual impaciencia no me moví de
allí hasta que el tren entró en la estación. Me acuerdo que demoré un rato
más la estadía en el andén pues estaba cómodo, sentía ese lugar como un
refugio y cada tanto miraba el reloj que en ese entonces daba la hora con
puntualidad suiza y vi la campana que colgaba en la pared al lado de la
boletería que hacía sonar el encargado de la estación cuando el rápido se
asomaba antes de la curva de la calle Artigas.
Antes de entrar a casa compré los chicles mentolados creyendo que mis
viejos no iban a percibir el aroma a tabaco y a la noche le conté a papá que
había visto a Costantini esperando el rápido a Zárate. Papá fue hasta la
biblioteca y me dio el tomo de Aníbal Ponce que hablaba sobre los cambios
que se dan en la juventud (“aquello que pasa mientras uno está ocupado en
otra cosa” según John Lennon). Me llevé el libro a mi cuarto y lo puse en la
mesa de luz y me dormí. Años después le conté al escritor Jorge Boccanera
que pasó gran parte de su exilio en México con Cacho Costantini. Me dijo
que escriba la anécdota y hace muy poco también se la relaté al periodista
Pepe Quintana que trabajó en el diario Crítica junto a Roberto Arlt y
fue un gran amigo de Cacho, cuando nombré a la mujer Pepe me dijo:
“Costantini le decía la reina”. Caminé por la calle Castro y al llegar a
Agrelo me acordé del cuento Bandeo de Humberto Costantini uno de los
20 relatos mejor escritos en estas tierras y del libro que nos había dedicado
a mi madre y a mí. Se llamaba “Cuestiones con la vida”. Me acordé del
poema contra los yanquis que de tan sobre abundante en adjetivaciones lo
terminé aprendiendo de memoria y me acordé del barrio cuando estaba el
potrero cerca de las vías y de mi abuelo que me llevaba a ver el paso de los
trenes. Señalábamos juntos el paso de las máquinas, la sorpresa ante las
locomotoras y el temblor de la tierra cuando las formaciones atravesaban
Pueyrredón. Ahora pienso que lo que llevaba el tren para mi abuelo judío
y polaco, que vino a la Argentina en 1931 no era lo mismo que para mí y

mucho menos para Costantini y la Reina que se llevó su hermosura a otro
sitio menos peligroso, un lugar a donde a Cacho no le prohibieran libros ni
lo secuestren cerca del olor a glicinas del barrio más hermoso del mundo.

• Las hijas del escritor realizaron una placa en su homenaje en la plaza
de Habana y Argerich en el barrio de Villa Pueyrredón. Costantini
falleció en Buenos Aires el 7 de junio de 1987


Obra y vida en Emilio Villafañe

Una aventura sin pilas ni cables

POR SERGIO KISIELEWSKY

La arcilla se parece al corazón, la amasan fuegos rápidos, se cuece entre las
manos, son como un músculo muy elástico, son excusas para narrar las
grietas, los amores, los aromas que la lluvia no llevará. Cerámicas con y
sin horno es un puente para emprender el viaje, una travesía que se inicia
en una casa en Wilde. En el fondo hay un palo borracho y un limonero hay
una fauna y flora y también el barro, los cantos rodados que deja ver la luz
que la vida atravesó. Porque tu obra Emilio es una forma de amortiguar el
tiempo, de dejar entre paréntesis el vuelo de los pájaros, las torcazas del
mundo y la playa eterna. Ahí te veo Emilio en Valeria del Mar con el
tramayo, las paletas, la número cinco de cuero que gira y es imposible
ganarte un cabeza o un picadito cuando se acerca la noche a los médanos.
Tal vez me anime a empardarte al truco. Allí a pocas cuadras del mar que
siempre recomienza está tu casa a pocas cuadras de la costa y en el centro
de todos los encuentros está la mesa redonda que trajo Elba tu mamá
cuando aquellos lares era un páramo de pocos habitantes, cuando se podía
acampar en la arena. En esos encuentros el mantel siempre estaba tendido y
las botellas giraban de mano en mano como el regalo que me hizo la vida
escuchándote o viéndote hacer arte también con la carne en la parrilla y las
brasas esas que mirábamos como a las estrellas que nunca se animaron a
bajar Allí se sentían los sabores eternos de la amistad a prueba del viento
del sur, como dijo Serrat “el odio se amortigua detrás de la ventana”
mientras nosotros y nuestras parejas de entonces estirábamos la noche
hasta borrar toda sombra.
El día de la inauguración de la muestra estaban tus hijas Paula y Florencia
orgullosas de que la creación lo atraviese todo. Por eso cuando vi el abrazo
de los ceramistas tus colegas que concurrieron en masa a saludarte no me
extrañó tanta devoción, es lo que sembraste en una era donde lo mediático
entorpece el origen de la búsqueda estética que siempre en tu caso fue
ética.
Emilio Villafañe es Gran Premio de Honor “Presidencia de la Nación”
Salón Nacional de las Artes Visuales Palais de Glace (2003) además de
haber obtenido múltiples premios en ciudades de nuestro país y España.
Emilio siempre intentando una nueva visión un nuevo emprendimiento,

siempre buscando en su refugio, en Esquel, en Gesell allí donde había
avidez de crear un legado en las artes plásticas. Ver su obra es ver que los
cacharros explotan de sentidos, tal vez pinchen o tal vez caminen como
aquellas piezas que en los años de plomo titulaste “La moral y las buenas
costumbres” que por cierto desafiaste con tus colores, tus platos mágicos y
con la ternura siempre de pie.
Villafañe es Rector y Docente del Instituto Municipal de Cerámica de
Avellaneda, profesor de Alfarería del Taller Municipal de Cerámica
de Villa Gesell entre 1997 y 2009 y en estos días realizó un alto en su
trabajo diario y nos obsequia esta obra multicolor como iceberg de toda su
producción y trayectoria. Allí están los toros con climas picasianos junto
a la textura de los relieves, la armonía dislocada de los vasos, bancos,
banquetas, perlas de material inasible como el arte que se escapa entre
las manos. Las siento como joyas de arena que trae el mar, la dicha, la
obstinada creencia de que aquí en medio de nuestra ciudad plantás bandera.
“Trabajo el concepto del oficio como herramienta para expresar la imagen.
La construcción es mi tarea cotidiana porque puedo dejar marcas, huellas,
sedimentos y las impresiones que me suceden cada día, entre la sutileza de
lo sensible y la aridez de algún método que me permite hacer cerámicas.
Cada día pienso si es necesario. Cada día intento hacer lo que pienso. La
cerámica me convida con sus fueguitos para acompañar el camino”. No
es necesario Emilio es imprescindible. Te estamos esperando para subir la
callejuela empinada. Para ver si se puede construir entre escombros, terciar
en la maleza y ver que el mar y las figuras de playa son una misma cosa,
irrepetible, incansables, sujetas a la luz


Los días de Onofre Lovero

Lo recuerdo como un gran compañero de trabajo, un hombre solidario y que ponía el cuerpo
para que el teatro se desarrolle en todas sus variantes estéticas.

Por Sergio Kisielewsky

Desde el 2003 saludaba todos los días al entrar y salir del Edificio de La Casa de la Cultura, iba a
su oficina de Proteatro y siempre con una sonrisa un gesto de fraternidad, una palabra
cariñosa preguntando, escuchando a sus compañeros de trabajo. Su andar cansino no lo
privaba de mirar a su alrededor y contar anécdotas recomendar obras de teatro y referirse a
sus colegas actores como hermanos de sangre. En verdad todos eran sus hijos, sus camaradas
de peripecias en el mundo del teatro y la gestión cultural, en cada obra que se estrenaba en
Buenos Aires representaba para él un nuevo aliciente y hasta último momento no se perdía los
estrenos. Al actor o actriz que le nombraras era el mejor, en verdad reconocía en los otros lo
que él tenía: grandeza sin límites. Se tomaba todo con calma pero fue muy enérgico en sus
convicciones solidarias. Sólo le temblaba la voz al hablar de su hija María Lovero bailarina
especializada en danza cásica, se le iluminaban los ojos, “su risa lo hacía libre le pone alas”
como dijo Miguel Hernández. Cerca de las seis de la tarde se iba a su casa y antes mostraba la
V de la Victoria. Era un hombre muy mayor a causa de diversas enfermedades que lo tenían a
maltraer pero eso no le impedía venir a trabajar todos los días incluso los sábados. Saludaba a
todos sin excepción, desde gente que hacia la limpieza, encargados de seguridad y de
recepción como así los que estamos en Informes de Cultura. Siempre tenía el deseo de
comunicarse con el otro, esa búsqueda colectiva que portan los actores, de ir al encuentro
con los prójimos y buscar de cada uno lo mejor, para poder componer ensayar, escribir entre
todos. En Onofre se notaba lo que tenía de colectivo el hecho artístico, un ritual que no se da
en otras artes o se manifiesta de otra forma y con otros mecanismos. El teatro es un hecho
conjunto y que debe potenciarse en el otro. Eso lo vi en grandes actores y actrices como
Leonor Manso e Ingrid Pellicori que realizaron la dramaturgia de un conjunto de poemas e
hicieron esa maravilla que fue Los poetas de Mascaró (junto a Patricio Contreras, Alejandro
Awada, Walter Quiroz, Elena Tasisto, Claudia Tomás y Benito Grande) ahí aprendí que siempre
la búsqueda es colectiva en una obra de teatro. También vi que el actor también es una
poética en sí misma, transforma la escritura en movimiento, relieve, sustancia, albedrío.
Después se produce la maravilla del encuentro con el público y en el caso de Los poetas de
Mascaró con sus 4000 espectadores en poco más de un año fue más que un éxito, resultó un
puente para seguir avanzando en la construcción de otros puentes que unan a la poesía y el
teatro como danza única “como moneda que está en el alma y no se puede guardar” como
escribió el gran Atahualpa Yupanqui. Onofre siempre leyó los poemas de Norberto Barleand,
de Patricia Sibar, los míos, de todo aquel que le acercaba sus textos y después te los
comentaba, te decía gracias por la poesía, por crear, por enfrentar las injusticias con el arte sin
dejar las opiniones de lado. Me preguntaba siempre: “Qué tal ¿Estás escribiendo?”. Chau
Onofre. Un hombre así no se encuentra todos los días.